Cuaresma 5 A (2005)

El que tú amas…

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús:

«Señor, el que tú amas (fileis), está enfermo.»
………………
Comenzaré nuestra historia con esta frase tan linda que urdimos entre los tres: “Señor, el que tú amas está enfermo”. En realidad la frase la escribieron mis hermanas. Pero yo, aunque estaba mal, asentí a esa y no a otras que urgían al Señor de manera más imperativa. No quise escribirle diciendo: “Señor, sálvame”. “El que tu amas, tu amigo, está enfermo” bastaba. El sabría qué hacer. Se imaginarán que Marta, mi hermana mayor, había querido apurar la cosa y, con esa confianza que ella tenía con Jesús, mandarlo a llamar directamente y sin vueltas. Pero yo no quería. Nuestra relación con el Señor era de amistad y me daba no se qué utilizarlo para una necesidad mía, siendo que tanta gente lo necesitaba más que yo. El a casa venía a descansar, no a hacer milagros. Cuando venía nos sentábamos a conversar, Marta cocinaba algo rico y María, cuando no se le ocurría partir frascos de perfume, escuchaba con esa manera suya que al Señor le encantaba. A ustedes les resultará familiar esta escena, que para nosotros era bastante frecuente, porque Lucas contó nuestro primer encuentro con Jesús, aquella vez que la caradura de Marta lo invitó a cenar sin mucho protocolo y él vino. Yo siento que éramos un poco los hermanos que Él no tuvo. Después reconocí esa gracia en María, su Madre. Para ella ser madre de Jesús la fue haciéndo sentirse madre de todos nosotros. Y eso venía de Jesús, de su hermanarse fácilmente con los que lo hospedaban. Al menor gesto de interés por su palabra, el Señor tenía esto de hermanarse.
Bueno, lo que quiero decir es que es una gracia tan linda esta de sentirlo amigo… La amistad tiene eso, que comienza hermanando espiritualmente y luego se extiende de a poquito a la familiaridad de sangre. Por eso yo quería cuidar más la amistad que la salud.
Tengo que decir que en esto de la amistad nuestra familia fue privilegiada. Pedro me contaría después que para él este interés de Jesús por su amistad fue la última gracia que él recibió. El no podía creer que al Señor resucitado sólo le interesara saber si él lo quería como amigo. Me lo dijo porque le había llamado mucho la atención esa frase nuestra y cómo Jesús la había usado con él después de la resurrección “¿Me quieres como amigo?”. Pedro tenía una admiración y un respeto tan grande por el Señor que no podía concebir esa cercanía. Siempre andaba con un “aléjate de mí que soy un pecador” a flor de labios. Yo le decía que con nosotros había sido al revés, que desde el principio se dio esta amistad y luego nos fuimos dando cuenta de quién era este amigo. María fue ciertamente la que se dio cuenta primero. Pero yo tuve de esto una conciencia mayor quizás que la mayoría de los seres humanos cuando esa voz familiar me arrancó de la languidez total del sepulcro donde yacía. Mi muerte no fue violenta pero, por eso mismo, fue muy fuerte la experiencia de languidecer, de irme yendo, esa experiencia de impotencia y de debilidad total. Y cuando me sacó del sepulcro, despertarme allí todo vendado, en ese lugar frío y maloliente, fue algo impresionante. Mi amigo me había venido a buscar al sheol, mi amigo que era el Hijo del Dios bendito, nuestro Dios y Señor.
Bueno, pero no nos adelantemos. Ustedes comprenderán que para mí entre morirme y despertarme no pasó más de un segundo, pero, como me contaron después, el velorio duró cuatro días. Jesús se hizo esperar y para mis hermanas fue muy doloroso.
La escena siguiente, me la contó Tomás y me parece que puede ayudarles escucharlo a él porque muestra la otra cara de esta historia.

Yo soy Tomás, y como dice Lázaro, aprovechando que Juan me menciona al final de esta escena, puedo contar cómo viví yo la cosa. Estábamos todos juntos cuando llegó el que traía la noticia de la enfermedad de Lázaro.
Al oír aquella frase, Jesús nos dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estábamos. Después nos dijo:
«Volvamos a Judea.» Nosotros le dijimos: «Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?» Jesús nos respondió: «¿Acaso no son doce la horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.» Después agregó: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo.» Le dijimos:
«Señor, si duerme, se curará.» Nosotros pensábamos que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte. Entonces nos dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo.» Entonces yo, Tomás, el Mellizo, como me apodaban, les dije a los otros “Vayamos también nosotros a morir con él.»
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Como se habrán dado cuenta, nosotros no entendíamos bien lo que Jesús nos decía, y yo menos que todos. Nos desconcertaba el proceder del Señor ante la persecución, ante la muerte de su amigo… Sus frases eran tan oscuras que muchas veces nos quedábamos mirándonos entre nosotros o mirando a Pedro sin saber qué decir. Pedro salía con esas frases suyas de adhesión incondicional a Jesús, como la vez que le dijo: “A quién iremos. Solo tú tienes palabras de vida eterna”. Bueno, yo quise decir algo parecido esta vez, pero me parece que no me salió bien. En realidad, la frase mía que quedó en el Evangelio fue la última, esa de “¡Señor mío! ¡Dios mío!”. Y allí recibí el dulce reproche del Señor que me devolvió a su amistad: “No quieras ser incrédulo sino fiel”.
Bueno, todo esto que digo viene al caso porque la frase importante aquí es la de Jesús, cuando dijo que “Nuestro amigo Lázaro” había muerto y que se alegraba por nosotros.
Yo le comentaba a Lázaro que, para mí, el Señor quiso enseñarnos cómo tenía amigos que no eran del grupo elegido y que sin embargo le eran más fieles que nosotros. Fieles en el sentido de “gente de fe”, como luego me reprochó a mí. Esa fue la lección. Yo saco que, de última, todas las cosas que Jesús hizo y dijo se tienen que interpretar en esta clave de amistad. Si no no se entiende nada. La Iglesia es cuestión de amistad. Por eso me llama la atención lo de “nuestro amigo Lázaro”. La iglesia es cuestión de amistad con él y entre nosotros. Más aún, diría que la creación, la vida misma, es cuestión de amistad, de amor gratuito, de puro don de un ser a otro… Si uno no comprende esto se queda sin comprender nada, se mueve siempre en el nivel de las necesidades, de los deberes, de lo que tendría que ser… Y se la pasa metiendo dedos en las llagas y desconfiando si no ve… Se lo digo yo, que estaba dispuesto a morir por Jesús, pero no era capaz de alegrarme con mi comunidad y de creer en lo que me decían. ¿Es curioso, no? Estar dispuesto morir por alguien pero no saber vivir bien con él y con sus amigos.
Bueno, le dejo ahora la palabra a Marta y a María que son las que protagonizaron lo que sigue. Marta es como yo, que siempre anda ocupada en otras cosas, pero creo que aquí viene.
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Claro que vengo, incrédulo!.
Tendríamos que hablar entre las dos, pero María no habló mucho aquel día y ella es más de expresarse con gestos. La verdad es que ella quedó más desarmada que yo y creo que recién terminó de procesar lo sucedido la semana siguiente, cuando ungió a Jesús con su perfume. Aquí sólo le dio para decir nuestra frase y postrarse llorando a los pies de Jesús. Ella, más que hablar, siempre ha sido de andar a los pies del Señor. Así que como ella me da permiso cuento yo:

Cuando Jesús llegó, se encontró con que mi hermano estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania quedaba de Jerusalén sólo a unos tres kilómetros y muchos judíos habían venido a consolarnos a mí y a María, por la muerte de nuestro hermano. (Así que la casa era un mundo de gente). Al enterarme de que Jesús llegaba, salí a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Al verlo le dije (la otra frase que habíamos preparado, esta vez sin Lázaro, sólo nosotras): «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas.» Jesús me dijo: «Tu hermano resucitará.» Yo le respondí: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.» Jesús me dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» Le respondí: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
…………………………..
Recuerdo este diálogo hasta el día de hoy. Palabra por palabra. El me rogaba que creyera –“¿Crees esto?”. Era como si me pidiera perdón por haber demorado, por habernos hecho sufrir… “¿Crees esto?”. Y yo creí. Le creí con todo mi corazón. Pedro me decía que cuando él lo confesó así, como Mesías, como Hijo de Dios, Jesús lo bendijo y le hizo ver que esta fe no venía de él sino de nuestro Padre de los cielos. En el evangelio sólo Natanael y Simón Pedro tuvieron la gracia de confesarlo así. Y de entre las mujeres, después de su Madre y de Isabel, que lo confesó como fruto bendito, fue a mí a la que se me concedió esta gracia tan grande, esta confesión de fe. En general a mí me recuerdan por el reproche que le hice aquella vez a mi hermana, pero no me molesta. Mi frase en el evangelio fue esta en la que confesé mi fe. Tampoco me molesta que algunos crean que mi hermana se quedó con la mejor parte. Para los que Jesús unió en amistad goza tanto la persona que elige la mejor parte primero como la que la recibe a través de ella después. No hay celos entre nosotras.
Pedro y Juan nos hacían notar que la amistad que los unía a ellos y que los complementaba tan bien para creer y para servir a Jesús, tenía su paralelo femenino en nosotras dos. Que conmigo, Jesús se había comportado más como con Pedro y que con María más como con Juan. Puede ser, aunque los que hacen esas distinciones son los hombres. Yo lo que sé es que cada vez que pronuncio mi confesión de fe, se me endulza el corazón y me lleno de la luz de sus ojos, de su alegría al haber despertado mi fe: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo.»
Entonces, sin decir más, lo dejé y…

fui a llamar a María, mi hermana, y le dije en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama.» (Ella debe haber visto mis ojos porque no necesitó que le dijera nada más). Al oír esto, se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde yo lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a mi hermana, al ver que ella se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo (nuestra frase): «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.» (Pero él no necesitó responderle como a mí).
Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó:
«¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás.» Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!» Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?» Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y dijo:«Quiten la piedra.» (Ahí me dio miedo a mí y le advertí): «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto.» Jesús me dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?» Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!»
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús nos dijo: «Desátenlo para que pueda caminar.» Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían venido a nuestra casa creyeron en él
(Juan 11, 1-45).

Se supone que Yo no tendría que hablar, pero quisiera corroborar la exégesis que han hecho mis amigas y amigos.
Confíen en ellos…
Me encanta esto de que charlen juntos Lázaro, Marta, María, Pedro, Juan y Tomás. En el Evangelio hay lugar para que ustedes también dialoguen, pregunten y confiesen sus cosas…
Solo agregaría una pequeña explicación más, cosa que Tomás no me recuerde a cada rato que era muy oscuro…
Mi charla con el Padre delante de todos también es cuestión de amistad. Por eso le digo a Marta que crea y que verá la gloria de Dios, en esta acción conjunta que Yo hago con el Padre.
A ustedes se les ha perdido el sentido de esa palabra nuestra tan linda “Gloria”. Por ahí en las épocas antiguas la gloria de Dios se identificaba con los fenómenos naturales: una puesta de sol, el cielo estrellado, la tormenta y los rayos… En la época de ustedes quizás hay que buscar otros signos: la gloria de Dios es que mis amigas y amigos “sean uno”. Que con todos sus defectos, debilidades y pecados, los que yo elegí y reuní, los que perdoné y formé, los que me siguen y me sirven, sean uno. Cuando eso se da y se mantiene, surge un brillo, un resplandor, una belleza, que es la verdadera gloria de Dios. Y por ella yo soy capaz no solo de resucitar muertos sino de dar mi vida.

Cuaresma 4 A (2005)

Ojos sin culpa

Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento.

Sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» «Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.»

Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole:
«Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado.»

El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía.

Me presento: yo soy el que se me lavé y volví viendo, el “ex ciego de nacimiento”. Perdón por no poner mi nombre pero preferiría permanecer fiel al relato del evangelio, que no lo menciona. Quizás porque mi caso puede servir de modelo, para que todo el que sienta que “no ve bien las cosas del Reino” pueda poner su nombre y meterse en mi pellejo. Les diré que vale la pena. Estamos de acuerdo entonces: que hable yo es nada más que un recurso para que ustedes se puedan meter en la escena. Aunque tiene fundamento evangélico, dado que soy uno de los sanados qué más habla en el evangelio (les confieso que cuando comencé a hablar de Jesús y a defenderlo de los “opinadores”, como llamo yo a los fariseos de mi época, me entusiasmé, y, como verán, sigo fiel a mi rol). Creo que en la época de ustedes está pasando algo parecido: hay gente no ve pero que opina constantemente y enceguece más de lo que ilumina… También hay gente simple como yo, a la que se le abren los ojos y ya no deja de decir las cosas como son, pero tiene menos prensa. Perdón si parezco un poquito soberbio, no se me vayan a enojar ustedes también como se enojaron los fariseos que creyeron que les quería dar cátedra… Comprenderán que cuando uno pasa de “oír” la realidad a “verla”, la ve con mucha fuerza y es más difícil que se la vendan prefabricada. Uno cuando ha sido ciego conserva el oído fino para distinguir los tonos de voz sinceros de los falsos y, encima, ahora puede mirar a la gente a los ojos, así que es difícil engañar a un ciego que ha recuperado la vista.
Les dije de entrada y les repito lo que me motiva a hablar: veo que entre ustedes también hay un montón de opiniones acerca de Jesús, de sus palabras y de sus seguidores… En mi época se le reían o trataban de excluirlo ensuciando lo que decía o hacía por cuestiones legales y religiosas nuestras, de judíos, digo. En la época de ustedes sé que se discuten otras cosas: el código da vinci, si el papa tiene que renunciar, el aborto y los militares, el arte… La cuestión es que, en mi humilde opinión, no hay que perderse la experiencia de Jesús por estas cosas. Yo quisiera que ustedes tuvieran la gracia de poder oírlo y verlo por ustedes mismos, como la tuve yo. Dejen que los guíe un humilde ex ciego y vean si les resulta.

Para mí todo empezó cuando me di cuenta de que El me estaba mirando. Juan dice que : Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Bueno, ese era yo. Y yo que lo viví de adentro les confieso que me di cuenta de que El me estaba mirando. Cómo te diste cuenta, me dirán. Me di cuenta porque los ciegos nos damos cuenta siempre cuando alguien se nos queda mirando un rato. Respiran distinto. Se hace un silencio alrededor… Algo pasa y uno se da cuenta. Pero yo me quedé expectante y silencioso porque esta mirada era distinta a todas. No lo conocía, pero digo El porque esa fue la experiencia. Alguien que me resultaba tan familiar como si me hubiera estado mirando desde toda la vida.
También percibí enseguida que hablaban de mí. Y agucé el oído para escuchar, por que trataban de que no los oyera.
Discutían mi caso. Y, como suele suceder con los casos como el mío, todos opinaban. En mi época la gente pensaba que una ceguera como la mía era fruto de algún pecado. Se que ustedes son más modernos y ya saben que si uno nace ciego es por una cuestión genética y no hay que preguntarse mucho más… Pero la cuestión es que uno se lo pregunta igual ¿Qué hice yo para merecer esto? ¿Quién tendrá la culpa? Y para los que sufren la cosa, como me pasó a mí, todas las explicaciones son igual de inútiles.
Pero en eso lo escuché a El. Al que me había estado mirando. Dijo que no era culpa de nadie… Eso me quedó grabado. Y también que El era la luz del mundo. Las otras cosas no me las acuerdo pero pueden verlas en el evangelio de Juan.
Yo seguía callado y quieto. La verdad es que escuchar que no era culpa de mis padres me había dejado como liberado. Yo sentía pena por mi papá y por mi madre. Culpa de mi desgracia la gente los discriminaba (esa es la palabra que me dijeron que usan ustedes y la verdad es que es una palabra muy clara). Yo sentía que no era culpa de ellos, pero no me atrevía a formularlo. Es difícil ir contra las opiniones de la gente con la que vivimos. Ya me han contado que ustedes tienen muy elaborado esto de las culpas. Que hay gente que se dedica exclusivamente a este tema… La cuestión es que escuchar que alguien dijera que no era culpa de nadie, ni de mis padres ni mía, me pareció tan liberador, tan encantador, tan refrescante que creo que ahí ya comencé a ver. A ver de otra manera, digo. No desde la culpa sino desde eso que dijo El después: “esto es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Qué manera linda de ver las cosas: esto que pasó es “para que se manifiesten en mí las obras de Dios”. Les digo que por eso me quedé callado y lo de que escupiera y me untara con barro y me mandara a lavarme a Siloé lo hice todo como automáticamente. Yo ya iba curado. Como si supiera que iba a poder ver. Porque lo que más nubla los ojos es la culpa, me imagino que ustedes ya lo sabrán, con todos los especialistas en el tema que tienen. Las culpas no dejan ver. Tanto las propias como las de los demás. Las que uno no quiere ver y las que ve demasiado claro, en uno mismo y en los demás. En cambio cuando uno mira al Señor y le pregunta “para qué puede servir esto para gloria tuya”, todo se aclara.

Lo que sí recuerdo ahora es cómo se me acercó: de pronto él me tocó un brazo. Actuaba como los médicos que saben infundirte confianza cuando te tocan. Y enseguida me untó los ojos con barro. Yo no decía nada. Escuchaba su respiración, sentía sus manos apretando bien mis párpados… Fue como si me los moldeara, les confieso. Después he andado leyendo la Escritura y cada vez que puedo me detengo en el libro del Génesis, cuando dice que Dios formó al hombre de barro. Yo no sé como se habrá sentido Adán, si es que sintió algo porque cuando lo modelaron todavía no tenía espíritu, pero a mí me quedó la experiencia de cómo Dios me modelaba de nuevo los ojos. Me los modelaba desde adentro. En eso creo que yo salí distinto a todos (digo, por las discusiones que vinieron después. Era como si solo yo viera claras las cosas y todos los demás las vieran distintas, confusas…). Claro, es que yo pasé de un extremo al otro, de no ver nada a ver con los ojos nuevos que me abrió Jesús… Y ya se sabe que el que mira con ojos nuevos lo ve todo nuevo: una nueva creación!
“Ve a lavarte a la piscina del enviado” le escuché decir. Eso fue lo único que dijo. Y yo no discutí. Aunque me hubiera gustado quedarme allí para siempre y que me siguiera modelando “unos ojos sin culpa” –como yo digo-, le obedecí y me fui. Conocía el camino. El evangelio no cuenta nada de cómo llegué a la piscina y cómo me lavé los ojos… sólo dice que volví viendo. Y fue así. Lo que yo sentí se los puedo contar en otro momento, pero no es lo importante. El asunto es que me volví, porque quería ver a Jesús pero… como suele suceder: me agarró la gente. Los opinadores… Creo que ustedes tienen la experiencia cuando los periodistas le meten los micrófonos a una persona y no lo dejan hablar sino que opinan ellos. Bueno, igual.
Les pongo ahora el texto que sigue para no perder objetividad.

Los vecinos y los que antes me habían visto mendigar, se preguntaban:
«¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?»
Unos opinaban:
«Es el mismo.» «No, respondían otros, es uno que se le parece.»
Yo decía:
«Soy realmente yo.»
Ellos me dijeron:
« Y cómo se te han abierto los ojos?»
Yo respondí:
«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: «Ve a lavarte a Siloé». Yo fui, me lavé y vi.»
Ellos me preguntaron:
«¿Dónde está?»
Yo respondí:
«No sé.»
Yo que había sido ciego fui llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y me abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, me preguntaron cómo había llegado a ver. Yo les respondí:
«Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo.»
Algunos fariseos decían:
«Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado.»
Otros replicaban:
«¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?»
Y se produjo una división entre ellos. Entonces me dijeron nuevamente:
«Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?»
Yo respondí:
«Es un profeta.»
Sin embargo, los judíos no querían creer que yo había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a mis padres y les preguntaron:
«¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Mis padres respondieron:
«Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta.»
Mis padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: «Tiene bastante edad, pregúntenle a él.»
Los judíos me llamaron por segunda vez a mí que había sido ciego y me dijeron:
«Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.»
«Yo no sé si es un pecador, respondí; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo.»
Ellos me preguntaron:
«¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?»
Yo les respondí:
«Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?»
Ellos me injuriaron y me dijeron:
«¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este.»
Yo les respondí:
«Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada.»
Ellos me respondieron:
«Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?» Y me echaron.

Como ven, al contarles de nuevo el evangelio en primera persona no hay que agregarle mucho. La verdad es que Juan interpretó perfectamente mis sentimientos y mis palabras y no les cambió nada. Y pienso que ustedes pueden leerlo con el mismo Espíritu. En eso los evangelistas se distinguen de los “opinadores”, que hoy dicen una cosa y mañana otra y cuando le presentan a un personaje uno no sabe si está ante un desgraciado o ante un santo. En cambio en el evangelio, al menos en lo que a mi me toca, la versión de lo que me pasó es digna de fe. En eso doy testimonio. Claro que también depende de ustedes creerme o no. Los fariseos ciertamente no querían ver (fijensé que hasta cuestionaban que yo hubiera sido ciego!) y mucha gente tomó el caso como algo curioso, nada más. No les digo que el mundo esté lleno de ex ciegos pero me consta que todos los días hay gente que recupera la vista y que empieza a mirar las cosas con fe. Claro que en general es gente muy sencilla como yo y puede ser que a algunos no les baste…
No sé qué les llame la atención a ustedes de mis diálogos con los opinadores. Cada uno puede quedarse en la parte del evangelio que más le llegue al corazón, en la escena o en el diálogo que más le guste. Yo, al rememorar una vez más ante ustedes lo que me pasó, me gustaría compartirles algo que no está escrito pero surge del texto: la atmósfera que había. Todo el mundo hablaba y discutía y el ambiente se iba calentando. Yo, sin embargo, estaba tranquilo. No sé si lo notaron, pero yo no necesitaba gritar ni hablar mucho. Ellos en cambio me insultaban, iban de aquí para allá, discutían entre ellos… Habrán notado, eso sí, mi tonito irónico… Creo que eso terminó de sacarlos. Pero no me iban a hacer enojar a mí, que ahora veía!. Eso quería comentarles, nada más. Cuando uno ve las cosas con los “anteojos de Dios” como dice un monje de ustedes, adquiere cierto buen humor y no discute enojado. Yo aprendí eso, escuchándome hablar a mí mismo (después leí que Jesús decía que es el Espíritu el que nos hace hablar en esas situaciones) , aprendí a mantener el buen humor y a desconfiar cuando por defender a Dios me comienzan a brotar frases agrias, quejumbrosas, enojos e iras…
Bueno, pero ya hablé demasiado. Les cuento el final del evangelio que fue muy lindo, porque Jesús me vino a buscar por segunda vez y nuestro diálogo fue emocionante… Espero que mi testimonio les ayude a desear esos ojos nuevos, ojos puros, ojos sin culpa, que miran con buen humor…. Esos ojos que Jesús regala y que son, sobre todo, para verlo a El, y los dejo con su oración.

Jesús se enteró de que me habían echado y, al encontrarme, me preguntó:
«¿Crees en el Hijo del hombre?»
Yo respondí:
«¿Quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús me dijo:
«Tú lo has visto: es el que te está hablando.»
Entonces exclamé:
«Creo, Señor», y me postré ante él (Juan 9, 1-41).

Cuaresma 2 A (2005)

Voces que te cambian la cara

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos:
su rostro resplandecía como el sol
y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bien estamos aquí!
Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas,
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra
y se oyó una voz que decía desde la nube:
«Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra,
llenos de temor.
Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo:
«Levántense, no tengan miedo.»
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó:
«No hablen a nadie de esta visión,
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» (Mt 17, 1-9).

Contemplación (o “Audición”)

“¡Escúchenlo!”
La frase del Padre mostrando a su Hijo amado termina con este imperativo: “escúchenlo”.
Escuchar a Jesús es uno de los pasos de las contemplaciones de los Ejercicios.
Mirar la persona, ver lo que hace, “escuchar” lo que dice.

E•n el evangelio el Padre nos manda simplemente escuchar.
Le dejará a María la tarea de agregar: “hagan todo lo que El les diga”.
El Padre solamente nos dice: escúchenlo.
Escuchen a Jesús. A mi hijo.
Escuchen al transfigurado.
Escúchenlo hablar, que sus palabras les transfigurarán la cara.
Escuchen lo que dice,
escuchen su tono,
escuchen las palabras que elige,
los ejemplos que utiliza,
quédense escuchándo su modo de razonar,
su manera de ver las cosas,
lo que valora, lo que siente, lo que condena, lo que le alegra.
Pero sobre todo escuchen su voz.

En obediencia de fe ese es el deseo de estas contemplaciones, que bien podrían llamarse “Audiciones”: escuchar a Jesús y ayudar a que cada uno lo escuche.
Escucharlo juntos.
Escucharlo en un medio no habitual.
Porque el Jesús que habla muchas veces queda encerrado en el envase hermético del libro de los evangelios, que adorna pero que no se abre;
en el formato acostumbrado de la prédica dominical, que ocupa un lugar específico en la agenda y que muchos se saltean…

Escuchar a Jesús es un mandato y una invitación que el Padre nos hace a todos los hombres, a todas las mujeres.
Ni siquiera dice que le hagamos caso.
Simplemente nos pide que lo escuchemos. ¡Tanta es su confianza en su Hijo! El piensa que eso basta. Jesús en la parábola de los viñadores homicidas dice que el Rey piensa: “respetarán a mi hijo”

Es un pedido que se puede hacer, este que hace el Padre, un pedido que se salta las religiones, la moral, la mentalidad… Se le dice a todo hombre: escuchá a Jesús. Vos tenés experiencia de que hay palabras que te cambian la cara. Hay tonos que hacen que el rostro se te demude, frases que te ablandan el rostro y frases que te lo endurecen, hay maneras de hablar que te sacan una mueca o te prenden una sonrisa…
Bueno, escuchá a Jesús, a ver qué efecto hace en tu cara.

La verdad es que no se puede acusar de autoritario a un Padre que solo nos dice esto: que escuchemos.
Las suya es una invitación a ejercer nuestra propia libertad, a recibir algo, a procesarlo y a optar…

Ahora bien, la dificultad para escuchar a Jesús de Nazareth parece grande.
Así como el Señor no escribió ni dejó fotos, tampoco nadie grabó su voz.

O quizás sí.
¿Acaso no grabó la gente la voz de Jesús en su corazón?
Como no había grabadores el Señor permitió que sus palabras se grabaran en los oídos de su pueblo y en el oído de los discípulos más cercanos.
El, la Palabra, se hizo carne en María y de la misma manera, luego, sus palabras y el tono de su voz se hicieron carne en el corazón de su pueblo y de sus discípulos.

¿Confiaremos nosotros, postmodernos, más en una voz grabada en un CD que en una voz grabada en un corazón?
¿Es material más seguro la superficie grabable de un disco duro que la superficie de carne de un corazón?
El Señor eligió ese material para dejarnos grabada su voz y sus palabras.

Confió en que las madres cristianas, al susurrar el nombre de Jesusito en los oidos de sus hijos, reproducirían el tono exacto de su voz,
confió en que los amigos al comunicarle a sus amigos “hemos encontrado al que esperábamos”, tendrían el mismo timbre sincero y auténtico suyo.
Cuando le encargó a Pedro “apacienta a mis corderitos”, “se pastor de mis ovejas”, aunque no está escrito (por que no se puede escribir una voz) creo que le regaló su modo de hablar, ese que “reconocen las ovejas” (mis ovejas reconocen mi voz).
Es, desde entonces, la gracia del Papa: uno escucha la voz de Juan Pablo II, ahora ronca y entrecortada, y reconoce la voz del Pastor. Una voz que, como la de Jesús, supo ser discurso vibrante y ahora es apenas gemido de dolor. Porque necesitamos todos los matices de la voz del Señor, no sólo intérpretes de sus discursos brillantes.

Y desde entonces, para escuchar al Señor, hay que buscar que nos hablen de él los corazones que tienen grabadas sus palabras. Y dejar que el Espíritu las copie en nuestro corazón.

El material del corazón humano tiene una particularidad: es único. Cada “versión”, por así decirlo, de la misma palabra adquiere matices únicos en cada corazón. Y escucharla es solo comparable a escuchar las distintas versiones de una hermosa canción, gozando al sentir cómo cada voz –también la voz es única- la recrea y siendo la misma canción es totalmente única en cada timbre de voz, en cada modulación y acento personal de los que la interpretan.

Además, de entrada la cosa salió así: el evangelio salió en cuatro versiones… recopilación de muchas otras que los cristianos se contaban a viva voz.
Por eso la Iglesia es la reunión de los convocados, de los atraidos por una voz, de aquellos en cuyos corazones se mantiene sonando la Voz de Jesús. Eso es la liturgia, eso es la oración: un mantener resonando –en el coro de nuestras voces- la Voz de Jesús, para que la gente pueda oirla. La Iglesia es el ámbito donde se escucha –grabada en nuestros corazones- la voz de Jesús.
Por eso es tan lindo escuchar a Jesús en la voz de la Iglesia:
en la voz de los santos,
en la voz de los niños que recitan el Ave María por primera vez,
en el tono bajito y pedigüeño de los pobres,
en las risas y los cantos de las contemplativas,
en el tono íntimo de la absolución que alivia,
en las palabras de la consagración que cada uno pronuncia distinto.

¡Escuchenlo!

Ni siquiera se te pide que le hagás caso. Solo escuchalo.
Escuchar lleva tiempo. No es como una imagen que se puede ver toda de una vez.
Escuchar requiere paciencia…

Tomate el tiempo de escuchar a Jesús.
Tomate el trabajo de buscar las mejores versiones de su voz.

Para escucharlo, tenés, en primer lugar, al Jesús de los evangelios.
Cuando los leés, el Espíritu “sopla donde quiere y tú oyes su voz, aunque no sepas de dónde viene ni a donde va. Así le acontece a todo el que nace del Espíritu” (Jn 3, 8).

Tenés al Jesús de los grandes intérpretes, al Jesús de Agustín, al Jesús de Francisco, al Jesús de Teresa y Juan, al Jesús de Ignacio, al Jesusito de Teresita.
Tenés las versiones más modernas del Jesús de Juan Pablo II, del Jesús de madre Teresa, del Padre Hurtado…
Tenés al Jesús de Martín Descalzo, al de Martini, al de Menapace, al de Van Thuan, al de Nowen…

Podemos sentir el ánimo que nos dan todos los santos del cielo -toda la corte celestial como le gusta llamarlos a Ignacio- que con el Padre nos dicen: escuchen a Jesús!

Escuchenlo, nos dice Agustín, el que lo amó tarde!
¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí y yo fuera,
Y por fuera te buscaba;
Y deforme como era,
Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo.
Me retenían lejos de ti aquellas cosas
Que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera:
Brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera;
Exhalaste tu perfume y respiré,
Y suspiro por ti;
Gusté de ti, y siento hambre y sed;
Me tocaste y me abrasé en tu paz.
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti»

Agustín cuenta en las Confesiones cómo quería cambiar y no podía. En esa situación, en el huerto de Milán y con lágrimas en los ojos, hace una oración: ¿Hasta cuándo, Señor…? Y desde una casa vecina, se oye la voz de un niño o de una niña que repite como jugando y dice: “Toma y lee”, “toma y lee”. Agustín se pregunta qué puede significar aquello: ¿sería una canción, un refrán o quizá una palabra de Dios dirigida a él? ¿Debería tomar la Biblia y leer? Optó por esto último y, tomando el libro del Apóstol, que tenía allí a mano, abrió y comenzó a leer allí donde se posaron sus ojos. Se encontró con Rm 13, 13… y comenzó su conversión (Confesiones, VIII).

Escuchen a Jesús, nos dice Teresa, que leyendo a Agustín sintió que esa voz era también para ella. “Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, y entré en mí misma… (Libro de la vida 8)

Para Santa Teresa, Jesús habla siempre: ¿Pensáis que está callando? Aunque no le oímos bien, habla al corazón (C 24,5). Teresa llama locuciones a las palabras que recibe de Dios. A ella la Palabra le llegaba “tan de presto, a deshora, aun algunas veces estando en conversación, muy en el espíritu, con poderío y señorío, hablando y obrando”.

Escuchenlo, nos dice San Juan de la Cruz. El habla también de las locuciones de Dios y son tan valiosas “que le hace más bien una palabra de estas que cuanto el alma ha hecho en toda su vida”. Acerca de estas locuciones, no tiene el alma qué hacer (ni qué querer, ni qué no querer, ni qué desechar, ni qué temer)… Dichoso el alma a quien Dios le hablare. Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 R 3, 10) nos hace decir Juan (Subida del monte Carmelo, XXXI).

Escuchenlo en el tiempo largo de unos buenos ejercicios, nos dice Ignacio.
Ignacio es el que nos enseña a darle tiempo a la Palabra, un tiempo ritmado por la dinámica de los Ejercicios, que brota del mismo dinamismo de la Vida del Señor. Ignacio nos enseña estar atentos a la lucha dramática que desencadena la Palabra cuando le damos este tiempo. La dramática lucha de La Palabra contra el palabrerío del mal espíritu. Guerra mayor que todos las guerras y todos los Tsunamis exteriores. En su Diario espiritual, Ignacio nos da una preciosa indicación de cómo suena la voz del Señor en su interior. El la llama “loqüela”. Es una voz que no llega a proferirse, son “palabras suavísimas” que le armonizan el alma sin que las pueda expresar. Son como una “música celeste, que le produce gran deleite y alegría y lágrimas cuando las “escucha”. (Diario Espiritual 221…).

Los Ejercicios son el caminito para llegar a oir más nítidamente esa Voz que siempre está hablándonos al oído del corazón, esa Voz que nos sostiene y nos anima, que nos consuela y perdona, esa Voz que nos misiona y nos gratifica. Cada vez que hacemos los ejercicios algo de esta voz nos queda como don.

Lo que más le gusta al Padre es que tarareemos nuestra versión de Jesús, la que tenemos grabada en nuestro corazón. Quizás no sea para editar un cassette o para que la canten todos, pero al que le gusta cantar canta aunque desafine. Si está con otros canta bajito, pero si está solo canta sin problemas.
Escuchalo a Jesús hablar con tu voz.

Escuchate decir junto con Jesús, el Hijo amado:
“Abba, Padre nuestro del cielo”.
“Habla, Padre, que tu hijo, que tu hija, escuchan”.
Escuchá cómo el Padre nos dice, alegre de que Jesús esté entre nosotros: “Escuchenlo a mi Hijo, a su Hermano.”

Y de allí brotará lo demás.

Domingo 3 B 2009

 

Palabras dadas “en forma agradecida”

Después que Juan fue arrestado, Jesús vino a Galilea, predicando el evangelio del Reino de Dios. Decía:
«Se ha cumplido el tiempo y está pleno, se ha vuelto cercano el Reino de Dios.
Conviértanse y crean en la Buena nueva.»
Y pasando por la ribera del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores.
Jesús les dijo:
«Síganme y los haré que se conviertan en pescadores de hombres.»
Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.
Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan,
que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó,
y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron”.
(Mc 1, 14-20)

Contemplación
“Se ha cumplido el tiempo y está pleno…”
La Palabra de Jesús es una Palabra que no solo dice cosas nuevas, hermosas y verdaderas, sino que, al mismo tiempo que dice cosas, crea también un Tiempo especial para esas cosas: un tiempo pleno.

¿Cómo es este tiempo pleno en el que vive Jesús y al que nos llama a entrar con su evangelio?

Escuchemos al Señor.
Antes de llamar a la conversión y a su seguimiento, el Señor anuncia que “se ha cumplido el tiempo y que está pleno” y agrega: “el reino de Dios se ha aproximado, se ha vuelto cercano”.
¿Qué quiere decir?
Lo primero que siento es que es la proximidad del Reino de Dios la que modifica el carácter del tiempo humano. Notemos bien que no se trata de cambiar la naturaleza de nuestro tiempo –con su transcurrir incesante e inexorable-. La cercanía del Reino de Dios no cambia sino que plenifica el tiempo, lo hace ser Tiempo de gracia, Tiempo bueno, Tiempo de un maduro esplendor.
Recordemos que, como dice el Vocabulario de Teología bíblica:
“La Biblia, revelación del Dios trascendente, se abre y se cierra con referencias temporales: ‘En el principio Dios creó el cielo y la tierra’ (Génesis 1, 1); ‘Sí, volveré pronto. Ven Señor Jesús’ (Ap 22, 20)”.

¿Qué importancia tiene este carácter “histórico” de la Palabra de Dios? Tiene una importancia grandísima. Nos hace ver que nuestra fe no se basa en “ideas abstractas”.
Como dice Pedro:
“No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza” (2 Pe 1, 16).
Nosotros creemos en Jesús de Nazareth, Hijo de Dios, que “vino” a Galilea y se metió en la vida de esos cuatro pescadores a los que llamó a seguirlo.
Cuando se aproxima, este Jesús tiene conciencia de que su cercanía y su presencia crean un tiempo de gracia en torno a Sí, un tiempo que hace que todos los acontecimientos adquieran una plenitud nunca vista. Por eso Pedro siente que ha sido testigo ocular de una “Grandeza”.
¿Cómo es, o mejor, cómo se vive este tiempo pleno que se nos comunica en la cercanía de Jesús, mientras escuchamos su Palabra y la vamos poniendo en práctica?
Una característica de este tiempo cumplido es sentir que cuando se me acerca Jesús –cuando me viene a buscar y me llama- se me cumple el más secreto deseo. El llamado de Jesús en medio de las tareas de la vida cotidiana -tanto el llamado grande a mi vocación y estado de vida como los llamados a misiones concretas-, evoca en mi corazón el llamado a la Vida: ese llamado que me sacó de la nada –junto con la luz y las estrellas- y me llamó por mi nombre; ese llamado que me hizo sentir, al ser mirado por los ojos de mi madre y de mi padre, que Dios veía que era buena mi vida. También me evoca el llamado a la Vida eterna, ese “Vengan benditos de mi Padre…” que todos anhelamos escuchar algún día.

En Jesús el tiempo se plenifica porque junta como con una mano estos dos tiempos –el del origen y el de la Vida Eterna- y hace que se puedan vivir en un momento concreto.

Cuando me acerco misericordiosamente al que está caído al costado del camino, el tiempo apurado (ese que corre y se diluye tras el propio interés), se plenifica y se vuelve tiempo original, en el que, al incluir de nuevo en la vida al que está en la nada, hace que se abra para él y para mi, y para la comunidad en la que nos reinsertamos, una esperanza de Vida plena.

Al escribir “el que está en la nada”, me vinieron a la mente los testimonios de muchos hermanos del Hogar que publicamos hace poco en un hermosísimo Boletín. Dicen esto mismo con palabras más fuertes, más sencillas y rebosantes de vida plena. Escuchemos.

“Desde acá, soy”
“Tengo 56 años. Por un divorcio me alejé de mis dos únicos hijos. Mis padres fallecieron los dos. Lo único que tengo es el Hogar de San José, que me contiene y me respalda moralmente. Si no existiera el Hogar, yo no sería persona. Desde acá soy y empiezo. Lo demás es nada” (Un huésped).

Otro testimonio:
“Quería vivir”
“Mi asistente me ayudó porque no tenía trabajo. Me ayudaron con comida, ropa, vivo en mi hotel. Tuve adicciones (alcohol). Hace tres años que no consumo y me hicieron el plan de la tarjeta. Me ofreció si quería vivir. Cuido coches, vendo ropa, vendedor ambulante. Me ayuda la hija mayor. Me ayuda con la comida. Me promociono limpiando en el Hogar en forma gratuita. Lo hago en forma agradecida. Hace cinco años que vengo (…) Estoy limpio y siempre alegre. Tengo mucha personalidad. Escucho y participo en las misas del Hogar. Cuando muere un compañero también participo (Un comensal).

Tiempo pleno –limpio y alegre, vivido “en forma agradecida”- el de nuestro comensal.

Confieso que estos testimonios me habían conmovido al leerlos por primera vez. Y ahora, al releerlos luego de escuchar la manera de hablar de Jesús en este evangelio de Marcos, me conmueven doblemente. Porque se siente el tono de Jesús metido –indivisa et inconfusamente- en las palabras de estos nuestros hermanos más pequeños, que experimentan la “cercanía del Reino” en el Hogar y eso les plenifica su tiempo.
¿No es acaso conmovedor escuchar a alguien que se expresa diciendo: “Me promociono limpiando en el Hogar en forma gratuita”. Y que luego hace una pausa (lo imagino escribiendo en su papelito de cuaderno a rayas, cómo levanta un instante el lápiz y reflexiona…) y corona lo que quiere expresar diciendo: “Lo hago en forma agradecida”.

Hacer las cosas “en forma agradecida” es sinónimo de “hacer las cosas evangélicamente” y de “hacer las cosas eucarísticamente”.

Es ese “hacer gratuito” propio de Jesús, en medio del cual “nos promocionamos”.

Tiempo pleno el de este hacer porque como es don no tiene apuros ni lamenta pérdidas.

Una persona que vive así en el Hogar es uno que ha “experimentado” el llamamiento de Jesús a vivir una vida distinta (“Me ofreció si quería vivir”) y se ha convertido en “pescador de hombres” (¿o acaso no me ha pescado a mí y a vos con la alegría y la limpieza de sus palabras?).

Es lindo sentir que Jesús sigue pescando.
Ojalá que no nos perdamos de morder el anzuelo de sus humildes pescadores por andar enredados en nuestras redes o ensartados en los discursos de los que no desean dar vida a nuestro tiempo sino robarnos tiempo y vida.

Las palabras de los pescadores de Jesús son como las de estos hermanos nuestros más pequeños: limpias y alegres. Son “palabras-hogar”. Desde ellas podemos ser y empezar. Nos podemos “promocionar” con ellas, gratuitamente. Y por si esto fuera poco, nos las dan “en forma agradecida”.

Diego Fares sj

Domingo 2 B 2009

 

La hora décima

Estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios.»
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?»
Ellos le respondieron: «Rabí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?»
«Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Eran como las cuatro de la tarde (la hora décima).
Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas», que traducido significa Pedro” (Jn 1, 35-42).

Contemplación

“Comienza el tiempo de los llamados”… Recordaba algunos puntos de este evangelio que hace tres años me hicieron mucho bien y los repetí ignacianamente, gustando la gracia de la interpretación de Martini acerca de lo que significa “la hora décima”:
“La hora décima es la hora de las elecciones perfectas, las que uno hace por experiencia propia”.
Vuelvo a entrar en ese ámbito lindo de encuentro con el Jesús del primer amor y continúo con aquella contemplación. Me parece notar hoy que aquel primer llamamiento fue en realidad como una segunda vocación para los discípulos. Estos hombres, Andrés, Juan, Simón…, ya eran discípulos de Juan el Bautista. Habían hecho una elección de vida y seguían a Juan como a su maestro. Además, de Simón, por ejemplo, sabemos que ya tenía formada su familia…
Quiere decir que aunque eran jóvenes en edad, para la sociedad de aquella época ya eran hombres maduros, con la vida hecha: elegida y encaminada.
Sin embargo, o mejor, precisamente gracias a esa madurez, Jesús los fascina de tal manera que despierta en ellos un deseo de más que trastoca toda su vida (y la del mundo entero). Ese más, ese seguimiento que es lo propio del discipulado cristiano, no se formula como un proyecto. Más bien vemos que los hace balbucear a todos. Digo balbucear porque en los diálogos no se habla de ideas sino que el acento está puesto en las personas, en los nombres. Juan les muestra a Jesús, ellos lo siguen, él se da vuelta y los mira, se quedan con él sin que sepamos de qué hablaron, le van a traer a otros, Jesús rebautiza a Simón y lo llama Pedro…

La fuerza de la escena brota de la Persona de Jesús.
Un Jesús que pasa sin llamar y atrae preguntando, que mira a los ojos e invita a “ir y ver”, que acoge y que nombra con nombre nuevo a Simón Pedro.

Jesús pasa y atrae hacia sí (el Padre que obra en lo secreto regala a los discípulos el don de ser atraídos por su Hijo predilecto). Jesús atrae de tal manera que despierta en Juan Bautista una manera de señalarlo que hace que en los otros surja un deseo irresistible de seguirlo: “Al oírlo hablar así, siguieron a Jesús”.

Atrae de tal manea que despierta el deseo de permanecer con él, sin poder formular otra cosa que un “dónde habitas”, cuando él les pregunta “Qué buscan”. No saben expresar más porque les toca hondo. Les hace sentir que uno no busca “cosas”, ni “ideas”, ni “trabajos”, sino que busca la Persona a cuya imagen está hecho: todos buscamos a Jesús, la Palabra que da Vida, en la que hemos sido creados.

Jesús atrae de tal manera que, al mismo tiempo que despierta el deseo de estar con él, hace surgir también el deseo de llamar a otros a que vayan a su encuentro: “Andrés llevó a Simón a donde estaba Jesús”.

Esta segunda vocación, estas ganas de estar con Jesús en persona, es una profundización del deseo, de la sed de Dios:
un paso de los maestros humanos al Maestro,
de las ideas a La Palabra,
de las vivencias a La Vida en Persona.

Este nivel más hondo del llamado es una invitación permanente que siempre late en el corazón de todo cristiano. Nos hace salir de la situación en que estamos para ir tras la Persona de Jesús. Es un Éxodo de sí mismo que puede darse tras un cansancio por estar metido en la “gestión” de las cosas que nos fueron encomendadas, para desear algo más vital como es el encuentro interpersonal con un Jesús vivo. Pero también se da en la plenitud de una misión o de una relación, como les pasó a los discípulos de Juan: en lo mejor de su tarea, cuando todos acudían a él, él los hace ir a Jesús.
Podemos quedarnos saboreando este “salir” de nosotros mismos para ir al Encuentro con Jesús: que nos llama “para estar con Él” y “enviarnos a misionar” para traer a otros a “estar con él”.

…..
Releo también una frase que abre otras: “En el tiempo de los llamados no hay tiempo”. No hay tiempo en el sentido griego (y actual) de Cronos –el tiempo que pasa y ya fue, el tiempo que devora a sus hijos-. El tiempo de los llamados es “Kairós”, “tiempo de gracia”, tiempo siempre abierto, para el que quiere entrar de nuevo en él, al Llamado permanente del que llama.

Los llamados de Jesús a su seguimiento son múltiples en la unicidad de su deseo de salvar y dar Vida. Son muchos porque nos pesca de todos los lagos en los que nos instalamos, de todas las redes en las que estamos implicados trabajando, de todas las mesas de dinero en las que andamos gestionando, de todas las cavilaciones en que andamos dando vueltas…

Los llamados del Señor son muchos y uno solo porque él siempre que pasa produce un Éxodo. Un éxodo de un Antiguo Testamento a una Nueva Alianza, un éxodo de un reino propio o apropiado, al suyo –el de los cielos-, en el que somos expropiados, sumergidos, renovados y reenviados.

Hay un llamado para cada situación y un llamado a cada hora de la vida. Siempre a nacer de nuevo, como la invitación a Nicodemo, llamado a altas horas de la noche y que surte efecto recién cuando Jesús debía ser enterrado.

Hay llamados a seguirlo por el camino que se dan en situación de ceguera o de parálisis, de lepra o malos espíritus…

Hay llamados a dejarlo todo, como al joven rico, y llamados a seguirlo volviendo a la propia familia, como el del ex-endemoniado de Gerasa.

El de hoy, el de la hora décima, tiene la característica indeleble de apelar Jesús a la perfección de nuestra elección. El Señor desencadena un proceso en el cual los discípulos
van por sí mismos a él,
se aclaran sus deseos,
se quedan con él sin que los fuerce
y salen a buscar a otros sin que él los mande.
Como que el Señor hace todo por desborde de fascinación y de atracción. Su Señorío hace madurar la libertad y el señorío de sí de los discípulos.

Este llamamiento al Encuentro con la Persona de Jesucristo es lo que maduró en el corazón de la Iglesia Latinoamericana y del Caribe en Aparecida. Maduró el renovado deseo de ser discípulos misioneros con este sello de “hora décima”, con este acento puesto en la Persona de Jesús que tiene que ser el que renueve todo lo que hasta ahora hemos aprendido como discípulos y todo lo que hemos hecho como misioneros.
La categoría de “Encuentro con Jesucristo” es clave en Aparecida. Es como un hilo conductor que va marcando un caminito vivo y alegre para no perderse en la multitud de temas, de acentos y de matices del Documento. Todo lleva a este encuentro con Jesús. Y me parece lindo este acento de “Hora décima” que da al Encuentro un matiz especial. Porque encuentros con Jesús hay muchos, como veíamos, pero este de la “hora décima” tiene el sello de la madurez. Y en Aparecida lo que experimentamos fue una Iglesia madura, una Iglesia que encuentra en este evangelio de Juan “la síntesis única del método cristiano”:
“La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo. Ésa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. El evangelista Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: “¿qué buscan?” (Jn 1, 38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: “vengan y lo verán” (Jn 1, 39). Esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano” (244). En el hoy de nuestro continente latinoamerica-no, se levanta la misma pregunta llena de expectativa: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38), ¿dónde te encontramos de manera adecuada para “abrir un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad?” ¿Cuáles son los lugares, las personas, los dones que nos hablan de ti, nos ponen en comunión contigo y nos permiten ser discípulos y misioneros tuyos?” (245).

Creo que hace bien dar testimonio de que esta madurez deseosa de un Encuentro Personal con Jesucristo fue una gracia que la Iglesia de nuestro continente recibió –confesándose discípula- en el Santuario de Aparecida y quiere ir comunicando a nuestros pueblos como misionera.
Este Encuentro se dio en medio de muchos encuentros personales y grupales de la Asamblea y ha quedado expresado con una belleza especial, con un tono de Alabanza, que se comunica en muchos párrafos mientras uno va recorriendo el Documento.
Lo balbuceante e imperfecto de muchas formulaciones empuja a ir a lo profundo de lo que se quiere comunicar: sólo una Iglesia que se encuentra con JesuCristo vivo y se convierte en discípula misionea puede hacer que nuestros pueblos en El tengan vida.

Diego Fares sj